18/09/2014
No lo imaginamos, madre. ¿Cómo alguien puede
imaginar la muerte? No hay palabra escrita o hablada que pueda darnos la
ilusión de asir a cabalidad aquello que nos rebasa, que va más allá de las
frágiles fibras de la carne, de las fibrilaciones increíbles del cerebro. Ayer
se cumplieron tres meses de tu muerte, pero a mí te me sigues yendo todos los
días. Más de una vez, cada día, vuelvo a sentir tu respiración cada vez más
pausada, y tomo tu mano, presintiendo el momento, y me acerco a ti para decirte
que todo está bien, que nos hemos dado todo, que puedes estar tranquila. Pero
yo estoy hecha girones, madre. Estoy acorralada ante mí misma y, ahora mismo,
no soy una mujer habitable. Voy de habitación en habitación, en busca de tus
palabras, con el sonido de tu voz entre las manos para que no se me apague,
frágil flama en mitad de la oscuridad de esta casa vacía, poblada de ecos que
no alcanzo nunca. Ya no hay más lazos elementales. Incluso la muerte ha
retirado sus ejércitos. No los necesita. Esta nación se basta a sí misma con su
penumbra. Anoche estuve con los ojos del sueño fijos en el derrumbe. El agua
entraba por todas partes, me llegaba hasta el pecho. En su clara densidad mi
corazón y yo éramos náufragos voluntarios, podía sentirlo contra mis costillas
con su oleaje mohíno. Tu memoria es luminosa. Soy yo con mis manos necias,
torpes, que no consiguen sostenerme de nada. Que sueltan cada tronco que la
corriente trae consigo. Por suerte he encontrado este remanso. Voy a quedarme
un tiempo, impreciso, como todo, tendida bajo el agua, con los ojos abiertos,
mirando pasar en la superficie las hojas, los recuerdos que flotan río abajo, a
donde un día llegaré, con suerte, para echarme a nadar mar adentro.