lunes, 22 de junio de 2009

La galería de las magnolias (o bosquejo al preoriginal del anósmico)




Comenzó a gestarse no sé de qué manera apocalíptica, el final y la promesa, definiéndose, difuminándose en cada pétalo, colosal en su blancura, sobre mi cabeza... y yo comencé a andar cabizbaja y en desorden, segando diminutas chispas que asomaban sus manecitas fugaces y revoltosas desde el asfalto. Se desvanece en mí y me trepa como la espuma, es incapaz de percibir olor y odia los cuadritos mimetistas populares que la gente suele colgar en los negocios (en las fondas y papelerías con mayor frecuencia, (según le indica la experiencia de su observación); se disocia (y de qué manera) en él y en yo (y entre paréntesis) y en el frío que le tiembla a veces en las manos; cuando le sobra el ocio mantiene algo que parece tomar forma de diálogo conmigo, y se diluyen en mí dos o tres alegrías leves que vibran por debajo de mi piel y mis ojos se tornan cristalinos; sabe de sus lecturas, de lo que pasa en ellas cuando no consigue estar; busca ser invisible para sí y evita ser asido por metáforas que no le son naturales: ninguna metáfora con que intente asirlo le es natural. Pero su caza me es inherente no sé cómo, él seguro que lo sabe, porque huye de mí como si adivinara mi estrategia. Hasta ahora el método más efectivo es estar a la caza de su eco, los olores que no puede percibir y cuyas ausencias atesora con más fiereza, porque si algo defiende como nadie son sus pérdidas, y es entonces que se le puede mirar distendido, casi con sosiego, en esa suerte de abatimiento con que sonríe, mirando una habitación desnuda, sin siquiera una pared encima.

sábado, 6 de junio de 2009

Ficciones accidentadas del centauro vencido

A Felisberto Hernández


Se quedó mirando su mano por largo rato. De pronto se le ocurrió que aquella no era su mano, todas esas líneas unidas unas a otras como la jaula sanguínea de un corazón no coincidían ahora con lo que era su rostro. Hubiera deseado poder sentir el vacío de su mirada, ese lazo invisible entre sus ojos y la mano extraña, así sabría, compraría la certeza de su propia existencia, podría decir “Existo. Mi existir sabe a sal de aceituna, a vaso roto”, y ciertamente existir sería un algo más que nombrar y vestir cadáveres y mirar en los aparadores la vida de los otros, más que prenderle fuego a la memoria con estelas de magnolias para adivinar que el futuro está muerto. Más que una cortesía gramatical, por favor. Pensó y no pronunció palabra, sus ojos ¿eran sus ojos? Saber lo que se es sin saber quién se es, los juegos florales de la conciencia, esa carnicería, ese devorar lento de hormigas que crepitan. Sus ojos unidos a su mano por ese desierto, él quisiera, él desearía hondamente hacer hablar a ese hueco por sí mismo... Pero nada, las certezas se fatigan y caen a plomo como estrellas fracturadas, ya no se les ve más brillar de oscuridad la sonrisa felina, pero al fin que nada es mentira no habiendo cosa cierta. Se quedó mirando la mano acercándose al rostro, la mano que hundía los dedos en las cuencas de los ojos que no miraron más. Tanta existencia le pareció más bien un deceso. Recuerda, y la memoria es ahora ese clavo en la pared en el que nadie cuelga nada.

jueves, 4 de junio de 2009

No aquí, no ahora.

No aquí. No ahora. Tal vez un luego con vocación de arena sabrá vaciar la polifonía del mar sobre nuestras manos hermanas. Entretanto serán las nubes vertiendo en nuestra espina el eco de las anémonas, su luz afilada, su sesgo extraviado e impío. Entretanto será sólo la palidez del agua y sus palpitaciones.
Lo que nunca se dormía del todo, era una cierta idea de magnolias. Aunque los árboles donde ellas vivían hubieran quedado en el camino, ellas estaban cerca, escondidas detrás de los ojos.

F.H.