sábado, 4 de julio de 2009

El hambre



Cenando las sobras de la cena de un día antes recordó a la oruga de la tarde, la tarde de ese mismo día en que cenaba sobras y que ya había pasado a emparedarse con las otras tardes viejas y rancias que no iban a ninguna parte que no fuera a su absurdo acumulamiento. En su memoria, la diminuta oruga aún mordía con ferocidad aquella hoja de yerbabuena.
Miró con atención distraída la rebanada de pan que sostenía en la mano derecha y la marca que sus dientes habían dejado en ella: era una marca similar a aquellas marcas pequeñísimas que la oruga había dejado en la hoja, pero le pareció que su marca escondía en algún surco un tedio que la mordida de la oruga no tenía. La manecita de una alegría infantil agitó con suavidad las aguas quietas de su entendimiento: estaba aburrida, tal era su descubrimiento. Su mordida carecía por completo de la ferocidad de la de la oruga, pues su interés por la supervivencia había abandonado ya los terrenos del instinto y se aventuraba ahora más allá de los linderos de lo atávico, hacia una multitud de nubes grises (nunca las mismas) que sus ojos rasgarían con indiferencia, sus ojos como dientes, sus ojos como un hambre devorada, sus ojos que se deslizaban con lisura y sin tropiezos por todo aquello a lo que aborrecía. Esta mordida suya metafísica, con ojos y con dientes y con ignorancia, le pareció entonces un tesoro y se arrobó en sí, complacida. Pero poco duró su extraño sosiego, pues le pareció que tal placidez era próxima a la paz que experimentaba cualquier animal que recién había comido ante la fugaz ausencia del motor de toda acción. Recogió la mesa, tiró las migajas del plato a la basura y se fue a dormir para despertar a otro día más.

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Lo que nunca se dormía del todo, era una cierta idea de magnolias. Aunque los árboles donde ellas vivían hubieran quedado en el camino, ellas estaban cerca, escondidas detrás de los ojos.

F.H.