
Comenzó a gestarse no sé de qué manera apocalíptica, el final y la promesa, definiéndose, difuminándose en cada pétalo, colosal en su blancura, sobre mi cabeza... y yo comencé a andar cabizbaja y en desorden, segando diminutas chispas que asomaban sus manecitas fugaces y revoltosas desde el asfalto. Se desvanece en mí y me trepa como la espuma, es incapaz de percibir olor y odia los cuadritos mimetistas populares que la gente suele colgar en los negocios (en las fondas y papelerías con mayor frecuencia, (según le indica la experiencia de su observación); se disocia (y de qué manera) en él y en yo (y entre paréntesis) y en el frío que le tiembla a veces en las manos; cuando le sobra el ocio mantiene algo que parece tomar forma de diálogo conmigo, y se diluyen en mí dos o tres alegrías leves que vibran por debajo de mi piel y mis ojos se tornan cristalinos; sabe de sus lecturas, de lo que pasa en ellas cuando no consigue estar; busca ser invisible para sí y evita ser asido por metáforas que no le son naturales: ninguna metáfora con que intente asirlo le es natural. Pero su caza me es inherente no sé cómo, él seguro que lo sabe, porque huye de mí como si adivinara mi estrategia. Hasta ahora el método más efectivo es estar a la caza de su eco, los olores que no puede percibir y cuyas ausencias atesora con más fiereza, porque si algo defiende como nadie son sus pérdidas, y es entonces que se le puede mirar distendido, casi con sosiego, en esa suerte de abatimiento con que sonríe, mirando una habitación desnuda, sin siquiera una pared encima.