A Felisberto Hernández
Se quedó mirando su mano por largo rato. De pronto se le ocurrió que aquella no era su mano, todas esas líneas unidas unas a otras como la jaula sanguínea de un corazón no coincidían ahora con lo que era su rostro. Hubiera deseado poder sentir el vacío de su mirada, ese lazo invisible entre sus ojos y la mano extraña, así sabría, compraría la certeza de su propia existencia, podría decir “Existo. Mi existir sabe a sal de aceituna, a vaso roto”, y ciertamente existir sería un algo más que nombrar y vestir cadáveres y mirar en los aparadores la vida de los otros, más que prenderle fuego a la memoria con estelas de magnolias para adivinar que el futuro está muerto. Más que una cortesía gramatical, por favor. Pensó y no pronunció palabra, sus ojos ¿eran sus ojos? Saber lo que se es sin saber quién se es, los juegos florales de la conciencia, esa carnicería, ese devorar lento de hormigas que crepitan. Sus ojos unidos a su mano por ese desierto, él quisiera, él desearía hondamente hacer hablar a ese hueco por sí mismo... Pero nada, las certezas se fatigan y caen a plomo como estrellas fracturadas, ya no se les ve más brillar de oscuridad la sonrisa felina, pero al fin que nada es mentira no habiendo cosa cierta. Se quedó mirando la mano acercándose al rostro, la mano que hundía los dedos en las cuencas de los ojos que no miraron más. Tanta existencia le pareció más bien un deceso. Recuerda, y la memoria es ahora ese clavo en la pared en el que nadie cuelga nada.
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