Lloré de soberbia hasta que todo se me deshizo en los puños. Pero sé que todo vuelve a crecer en los otros al día siguiente. Cierro los párpados y las palabras caen de las repisas. Tiemblo y camino irremediablemente tras la zanahoria. Mi desnudez es una trampa de luz, un reflejo de cielo en la ventana. Mi cuerpo es un errar... no no no ¿qué es mi cuerpo? Mi cuerpo es un batir de palomillas alrededor de una bombilla eléctrica, galerías que recorre un sigilo en llamas. Aún quedan tormentas en las cornisas: mirando con terror el vacío que aguarda su caida, clavan las uñas con ardor y desconsuelo, y yo siento por ellas un escalofrío de escamas. Quiero que me hagas daño. NECESITO que me hagas daño. Necesito saber que aún queda algo que arde además de la muerte.
Lo que nunca se dormía del todo, era una cierta idea de magnolias. Aunque los árboles donde ellas vivían hubieran quedado en el camino, ellas estaban cerca, escondidas detrás de los ojos. F.H.
lunes, 20 de octubre de 2008
Avistamientos terrenales
Un hombre abre el hocico para tragar una bala, pero lo que entra en él es una salva de tierra. Se limpia los ojos, se pasa un pañuelo por la cara y se acomoda el clavel en la solapa. Un crujir de posesiones se le agolpa en la mueca de los labios. Está nuevamente listo para la espera.
miércoles, 15 de octubre de 2008
De cómo cada ahora es pasado
Es curioso, pero las entradas que suelo publicar no son textos que pertenezcan a alguien o, reconstruyendo la frase con la intención de acercarme más a la idea, lo que escribo no suele estar explícitamente dirigido a un lector de manera anecdótica. Suelo preferir, es cierto, arrojar palabras que se toman de la mano con cierta brutalidad a veces, con desgarbo y contento otras. Tengo la idea de que una vez expulsado el texto, no me pertenece más y se queda flotando suceptible a la aprehensión de cualquiera, pero sin esperarlo. Un poco como una roca en el camino con la que alguien puede tropezar. Hoy, escribo un texto un poco más puesto en la vereda de manera intencional, sólo por la necesidad repentina de imaginar que hay un otro que espera y recibe lo que le doy sin petición previa. Es un afán absurdo de compartir cosas como si su percepción asegurara su existencia, su ser, su estar, una idea de que sólo es lo que es percibido. Anoche, por ejemplo, fue una noche bellísima que me pareció valía la pena compartir, de otra manera, me quedaba en el paladar un sabor terrible de insignificancia que sencillamente no podía soportar. Así que encendí la grabadora (muy a pesar del miedo que tengo a escuchar mi voz en las grabaciones) y me puse a hablar, torpemente, sobre las imágenes que en ese momento herían mi sensibilidad a un grado que ameritaba un esfuerzo colosal (e infructuoso tal vez, por demás de absurdo) por salvarlas de su caducidad inherente e irremediable. Así, la luz de un espejo no olvidado pasó a una posteridad incierta, acompañada por el gato en la lavadora (encima de ella, echado sobre la tapa, no se vaya a pensar que además de sociópata soy un verdugo de la fauna urbana) y la voz de Jorge Drexler que venía desde la cocina. Casi olvido el detalle de la falta de electricidad consecuencia de mi olvido crónico y degenerativo, olvidé pagar el recibo, como a veces olvido cómo atar mis zapatos, y por favor no digan que es un cliché porque cuando pasa, una se asusta deveras. Una noche así necesitaba dejar su carácter fugaz, y ello me llevó a pensar en que, paradójicamente, la única manera de percibir la fugacidad era hablando de ella, violando su naturaleza, capturándola con artificios de observador con pinzas. Nada tiene que ver la muerte con esta imagen de la que me retracto, dice Enrique Lihn, y en verdad la mayor parte de su uso, las palabras niegan más de lo que pretenden decir, un hablar de lo que es a partir del vacío, la ausencia que poseen, algo a lo que también podría unirse Mallarmé. Pero no todo es el azoro ante lo que nos apabulla y nos saca de nosotros mismos y que no podemos decir; a veces, hablar de las cosas nos hace sentir un poco estar en ellas y palpar nuestros límites en el momento en que éstos se difuminan en lo otro, sentirnos individuos, digamos, un poco más sólidos. Podría hablarse, a riesgo de perder exactitud, de un estar en el mundo a través de poseer fugazmente lo fugaz, y a partir de ello sabernos otros. Me fui a dormir escuchando la grabación de mí hablando para mí, narrando, ordenando, delimitando lo que no puede sino desbordarse, y sintiendo que era otra la que me hablaba y compartía algo que ya era pasado y recuerdo, me quedé recreando la fugacidad a partir de una cinta ajada por el uso repetido, construyendo recuerdo sobre recuerdo, para que la noche no dejara de ser en mí que ya era otra.
martes, 14 de octubre de 2008
Levante, intentar la caída
Entender sin arrogancia que los gestos del otro han de mudar en otros gestos que ya no serán nuestros, contemplar en la piedra nuestra propia oscuridad e intentar la caída, muy a pesar de que la caída está siempre en nuestra carne, telaraña, frío eléctrico en la nuca. Esparcir las posibilidades en el pavimento, los ojos fríos, las lenguas mutables, los bocados de comida compartidos. Sí, cegarse parece ser lo que se persigue, pero apenas se alcanza una miopía mediocre, un tanteo del abismo con las puntas de los pies, justo al borde, sorteando miserablemente la caída. ¿Por qué habremos de ser tan solubles, tan faltos de solidez? Todo en nosotros es ligereza, un crujir leve de flores secas, un flotar de sus fragmentos. Y tanta gravedad revienta en risa, una risa hueca y a la vez tan llena de ese vacío que practicamos con religiosidad, que no hay calle que no se pueda llenar de caminatas y canciones solitarias, de soledad desafinada.
viernes, 3 de octubre de 2008
Programación nocturna
Un dedo sigue, como una serpiente, el trayecto del Nilo en un mapa. Una mosca se posa en el centro de la pantalla. Los ojos se le llenan de una tierra que no le es familiar y vuela en busca de cosas que pueda reconocer. Pero el olor a tierra flota necio ante sus ojos y le resulta imposible poseer nada más. Todo le es extraño y, sin darse cuenta, se despide de cada cosa que toca. Temblor: se ha parado sobre un espejo.
El perro de Pavlov
Al final de su vida, el perro de Pavlov aún salivaba al oír sonar la campana, y una fe incomprensible en la humanidad le sacudía la espina hasta hacerle mover la cola. Al final de su vida, el perro de Pavlov.
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Lo que nunca se dormía del todo, era una cierta idea de magnolias. Aunque los árboles donde ellas vivían hubieran quedado en el camino, ellas estaban cerca, escondidas detrás de los ojos.
F.H.
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